Relato de José Ignacio Navas Sobrino
CORAL ROJO. Y 3ª parte.
La prolongada duración de la paraplejia que le es definitivamente diagnosticada al final de su estancia en Toledo, con síndrome de lesión medular transverso por debajo de la vértebra dorsal once, mielopatía isquémica por barotraumatismo, vulgo no sentir ni mover las piernas aunque curado del tromboembolismo pulmonar con derrame pleural, retira de su entorno a muchos de quienes antaño fueron considerados amigos salvo los auténticos. Asumiendo para sí toda la responsabilidad de lo ocurrido, pese al lamentable estado físico en que quedó, o precisamente por eso, la mentada sociedad nunca llegó a constituirse y aquel que le propuso el negocio, que por cierto llamándose andanas nunca se acercó al hospital para hacerle una visita pero al que jamás recriminó tal conducta si no todo lo contrario, que con un pragmatismo antes ignorado lo exculpa con el argumento de que “cuando huele a cadáver nadie quiere cargar con el muerto”, desapareció enviando a la modélica esposa a modo de despedida, por correo y sin remite, un talón bancario con una liquidación que, aunque suculenta, no se ajustaba a los cálculos hechos si bien dadas las circunstancias representaba una tabla de salvación enormemente tranquilizadora. Otros colegas que sí lo visitaron quedaron tan perplejos y traumatizados al enfrentarse cara a cara con tamaña realidad que alguno hubo de recurrir a ayuda psiquiátrica para superar el shock.
A pesar del deplorable pronóstico se niega a aceptar la cruel realidad que se le comunica cual permanente: no es fácil asumir que con treinta años recién cumplidos la actividad ha concluido, menos aún para alguien con un pasado tan intenso como el suyo; Txo está íntimamente resuelto a ponerse a salvo, esto es, a recuperar la movilidad perdida, y con ella un cauto grado de normalidad, lo que en cierto modo, extrapolado en presente a su calamitoso estado físico, se convierte en un segundo escape libre: si aquel lo fue para salvar el pellejo éste no menos arduo para salir del lóbrego pozo de la parálisis, si uno medido en distancias el otro en calendarios.
Tantos y tan largos años agarrotado en una silla de ruedas son razones suficientes para desanimar a cualquiera que tuviera en mente la empecinada pretensión de cumplir el ABC que se hubo marcado para sí: A de andar, B de bucear, y C de conducir, pero no se trata tanto de valentía cuanto de imperiosa necesidad a la desesperada porque, como cuando la succión del remolino te atrapa, no queda más alternativa que nadar contra corriente hasta salir del embudo absorbente o sucumbir ahogado en las aguas procelosas; “sólo hay un único camino a seguir y no cabe la más mínima opción al desmayo”, se juramenta aunque lo calla.
Para conseguirlo, ignorando o rechazando el dictamen clínico carente de
cualquier género de esperanzas, según le es comunicado por el personal
sanitario que le atiende, so la convicción de “yo
no valgo para inválido” y dando palos a tientas y a ciegas sin saber en
qué dirección darlos pues persiste la total ausencia de sensibilidad postural
y epidérmica y por tanto no hay forma de saber de los resultados salvo por
deducciones razonadas, recurre a un artificioso truco mental de gnani yoga,
herencia cultural de la época hippie que tan buenos resultados le deparó en el
norte de Mallorca, técnica
consistente en concentrar la atención en un punto concreto e ir ampliándola al
resto; así centra imaginariamente la meditación en los pulgares y pese a no
sentirse rememora la sensación de mojarse al entrar en el agua: pies, tobillos,
pantorrillas, rodillas, muslos, pelvis…que, aunque con una lentitud
exasperante, van respondiendo a los estímulos especulativos, si bien los
progresos no se aprecian más que en comparativas con el tardo discurrir del
tiempo.
A
pesar de la aparente menudencia de los progresos cuasi inapreciables y a lo
despacio que discurre el proceso no desiste y luego de varios meses de
tentativas inútiles aprovechando la tiesura de la espasticidad para sostenerse
erguido contra rincones y paredes, arranca a mover casi imperceptible un dedo
del pie izquierdo; más de un año después la resistencia física ha aumentado
considerablemente, y transcurrido un lustro consigue deambular torpemente
sustentado o suspendido de sendas muletas, pero al cabo se desplaza mejor o peor
aunque fuere con las caderas y sin articular las rodillas rígidas como títere
de feria, mas por sí mismo; de ahí en adelante, haciendo acopio de un ingente
esfuerzo de voluntad durante más de una década de dedicación intensiva, la
progresión aunque lenta es inexorable pero por fin comienza a alcanzar lo que
parecía imposible, puesto que, sin haber recuperado tampoco y por completo el
sentido del equilibrio y padeciendo todavía achaques de lo acontecido, debe
ayudarse de una muleta o de un bastón para aguantarse sin trastabillar y
caerse, amén de otras secuelas residuales, insignificantes a tenor de lo
pasado: el estamento médico confiesa su perplejidad y desconocimiento de las
causas de tamaña mejoría pero aplaude, como es tónica general, su
voluntariosidad.
Sin
embargo entretanto, en escala inversamente proporcional a la evolución
neuromuscular, su carácter sufre
una radical transformación, a la que no son ajenos los continuos cortes de
digestión o el permanente dolor abdominal, cuyo punto de inflexión arranca de
la extremaunción que le es administrada en el Ramón
y Cajal recién ingresado, todavía bajo la influencia de la vivísima
impresión del viaje incorpóreo, y refrendada por la segunda que recibe en la
UVI del Centro Nacional de Recuperación de Parapléjicos, donde igualmente
es aleccionado a redactar testamento en la flor de la vida, funesta recomendación
que añadida a lo anterior es origen innegable de una intensa reflexión que
hace mella en el ánimo dejando un fuerte poso de impresiones negativas.
No
obstante, tal mutación tan gradual cuan radical sólo para él pasa
desapercibida: de extrovertido a taciturno, de sociable a misántropo, de alegre
a huraño, de crédulo a escéptico, de optimista a amargado, de mundano a
misoneísta, de consumista a austero… en la metamorfosis del tránsito arruina
su matrimonio, que desafortunadamente remata disolviéndose; puede que tal
suceso fuera aún peor que el propio accidente de buceo: se trata, por así
decirlo, del tercer escape libre al que, antes de completar el segundo, debe
enfrentarse, si bien con la sospecha de que en éste se quedará a medias aguas;
y en efecto la permuta se consuma refugiado en la faceta laboral para huir de la
soledad mortificante, del silencio atronador, de la tristeza demoledora, del vacío
contundente, de la aflicción inconsolable, del frío en el espíritu huero,
haciendo del trabajo causa de vida recluido en un ostracismo refractario a
cualquier novedad exterior.
Adempero el tiempo es el mejor bálsamo cicatrizante, tanto para las penurias corporales como para las sentimentales, y como ave fénix de las cenizas rebrota un nuevo personaje, bastante reservado, agnóstico, menos osado en beneficio de una mayor prudencia, más tolerante en detrimento de la pretérita arrogancia… lo que a la postre no cambia, una vez superado el bache de la profunda depresión anímica, es su personalidad básica, esto es, la idiosincrasia bohemia, las ansias emprendedoras aunque ahora más comedidas, la eterna e insaciable curiosidad por conocer y explorar nuevos horizontes.
Casi
veinte años después. El disco solar se levanta majestuoso sobre la vertical de
Tapia de Casariego; la floja bolina
matinal cede a la insólita bonanza que augura un día estupendo, tanto que
hasta las gaviotas, posadas en los tejados de la villa vieja de Bares, parecen sentirse atraídas por el anormal bullicio asomándose
por encima de los canalones. Una reducida bandada de zarapitos asustados por el
griterío alza el vuelo desde la cercana playa de A Concha Vella dirigiéndose hacia la calita de Vilela, y varias grajillas nerviosas despegan de la Pedra
Pronuncela y escalan la hondonada para buscar posaderos más tranquilos en
el caserío nuevo.
Llegados
de diversas partes de España y aún
de fuera de ella, un tropel de vehículos todoterreno, remolques y motores,
lanchas neumáticas y hasta alguna embarcación menor de fibra, se ha
concentrado en el aparcamiento junto al muelle del recoleto fondeadero natural
de Bares, cuyo Coido resulta ser un antiquísimo dique de abrigo de origen fenicio,
o acaso aún anterior y perteneciente a la legendaria cultura de los arotrebas,
quienes bajo las órdenes del mítico Breogán,
imposible saber si haciéndose a la mar desde este mismo lugar, alcanzaron las
costas de Irlanda a bordo de pequeñas
barquichuelas con el casco de cuero engrasado, una de las cuales fue encontrada
enterrada en el relleno arenoso de la localidad pero incendiada a causa del mal
olor desprendido por la podredumbre del forro, y poblaron sus tierras; dígase
que según el Periplo de Avieno, Plinio,
Estrabón u otros remotos historiadores, ártabros, arubios o arotrebas son tribus que semejan hundir
sus raíces en el comienzo de la edad del bronce, acaso descendientes de
ancestrales poblaciones eneolíticas autóctonas conocidas por sus vasos
campaniformes, es decir, herederos de aquellos druidas sacralizadores de robles
y tejos, erectores de menhires, hacedores de círculos líticos y conspicuos
constructores de dólmenes. Tras preparar el evento durante varios meses,
coordinando fechas, estableciendo logísticas, disponiendo alojamientos,
recabando los permisos pertinentes… un nutrido grupo de buceadores
profesionales y deportivos se ha reunido para conmemorar el aniversario de la
infausta jornada coralera procediendo a festejarla con el regreso de Txo
a las profundidades marinas.
Es
durante los preparativos de la inmersión en plena temporada veraniega, como
suele ser normal en esta clase de encuentros y con esta clase de individuos tan
anárquicos, mientras se botan las embarcaciones dejando deslizar los remolques
por la resbalosa rampa hasta entrar en el agua, que la organización brilla por
su ausencia y el caos es mayoritario; mientras unos ya se han enfundado el long
john y los escarpines otros aún permanecen confraternizando ante cafés o vermúes
en una taberna de la vecindad, en tanto que algunos, haciendo caso omiso de las
vociferantes llamadas, pegan la hebra con un grupito de campistas apiñadas en
el embarcadero alrededor de los buceadores.
“Mira,
seguro que ven delfines, como
en la tele; yo una vez vi un reportaje
de…”, “¿vais a buscar un tesoro?...
¿para qué es ese aparato?..”, “¿qué
es esto, un campeonato de pesca submarina?”… “¿sois de algún club de buceo?”… se escucha por aquí y por allá
entre la variopinta parafernalia de equipos depositados sobre la explanada,
desde los tradicionales trajes húmedos de neopreno otrora uniformes y ora
multicolores, hasta las lustrosas
mono y bibotellas, encastradas en avanzados jackets igual de coloridos, pasando
por las ultramodernas aletas de palas termoplásticas
o de fibra de carbono, los magníficos octopus, los relucientes cinturones de
lastre o los novísimos instrumentos electrónicos blindados contra la humedad,
en tanto que, haciendo gala de una caballerosa gentileza hoy obsoleta, los
congregados, aunque con una cierta desgana, se escaquean de los críos como
pueden huyendo del acoso verbal a que son sometidos por curiosidad infantil con
comentarios o preguntas mientras responden con corrección, inclusive con
amabilidad, a las hechas por los adultos, sobre todo a las de las mujeres más jóvenes
y agraciadas, acaso por un incorregible tic ligón largamente arraigado entre
los de su generación y disimulado con idéntico énfasis.
La
disparidad de acentos y coletillas con que rematan las frases delata las
diversas procedencias del heterogéneo grupo reunido en la ría de O Barqueiro antes de la inmersión en los bajíos del Estaquín,
a los pies del asombrosamente abrupto acantilado de La
Estaca, lugar ya frecuentado con anterioridad por el accidentado. Entre los
compañeros reunidos se cuentan tres buzos asturianos, curtidos en mil y un
avatares de obras civiles hidráulicas y reputados especialistas en dragados y
enrases, entre ellos el “king”; está también el “paisa”
marroquí, que se lo tiene bien ganado por su buen hacer en el pasado como
ayudante de buceo; hay varios gallegos, hombres de mar que como él llevan el océano
en pleno corriendo por las venas; aquellos que tanto fanfarronean son dos vascos
exaltados, de la primera época de profesional; tampoco falta el farero, antaño
un acreditado practicante de pesca submarina y hogaño superado por sus dos
hijos, jóvenes fenómenos que han seguido con similar o incluso mayor pericia
la tradición familiar, quienes igualmente participan, así como un buzo portugués,
experto jefe de equipo en buceo a saturación, pero que o habla en inglés o
apenas interviene en las conversaciones y cuando lo hace ha de repetir sus
palabras varias veces y muy despacio para hacerse entender por el resto: por “a
fala” cerrada se advierte que procede del Algarbe;
el escocés, especialista en corte y soldadura y explosiones submarinas, tampoco
es muy ducho en el manejo del castellano pero con tamaña resaca de la
borrachera del día precedente, cuando el Alvariño regó la cena con largueza y
la noche propició la marcha de copas hasta las tantas, se limita a permanecer
sonriente en el corrillo disimulando su marejada interna: desde que varios años
atrás conoció el festival celta de Ortigueira
siempre que le es posible procura no perderse el acontecimiento, de ahí que por
estas fechas tenga ambas razones para estar presente; también hay un par de
buceadores andaluces que llegan ex profeso desde el extremo opuesto de la península
en sendas autocaravanas y acompañados por sus respectivas familias; el barbudo
es mallorquín, contumaz fumador de vegueros, que se olvida de su vegetarianismo
así pone los pies en tierra de godos; el valenciano, aunque va para los
sesenta, es de largo un empedernido mujeriego que se vanagloria de sus múltiples
conquistas femeninas pero calla el escaso éxito que en realidad obtiene.
Acercándose
desde Os Farallons de San Ciprián ataviada con un barroco vestido recamado de
fosforescentes algas marinas verdes y ciñendo tocado volutoso de trenzas
bordadas en urdimbres de luz de luna, Maruxaina,
la del cabello negro, y Xana, la rubia
de los oropeles, con una no menos deslumbrante túnica azul hilvanada con rayos
de sol, cuya dorada tiara sobresale de los rodetes entrelazados con seda
celeste, volando desde el estuario de Navia,
se han dado cita en Illa Coelleira,
desde cuyas ruinas templarias contemplan la peculiar flotilla de embarcaciones;
entretanto Xancia, la pelirroja del
atuendo escarlata, tejido con hojas otoñales y zurcido con hebras de ocasos
melancólicos, peinada con diadema de bayas de acebo y arándanos, ha bajado a
lo largo del curso fluvial del Sor
hasta aposentarse en las faldas de Pedras
Cañoles, unas enormes moles de granito erosionado y pulido por incontables
milenios de lluvia y viento, por mantenerse a prudente distancia de aquellas
pues es bien sabido que desde la última trifulca, en tiempos inmemoriales pero
su memoria es prodigiosa y su escala se mide diferente a la de los mortales,
entre la terna de magas las relaciones no son precisamente buenas, cosas de
hadas.
Mientras
Abelurio, el revoltoso trasno del
castro de A Croa, perfeccionista donde
los haya y meticuloso de puertas afuera pero que en realidad tras esa fachada
camufla su faceta tímida y bonachona, quien a principios de cada primavera
ofrece buenos consejos a los campesinos por medio de golondrinas, abubillas, cigüeñas,
mirlos, buteos, azores y halcones peregrinos, si bien cuando es agraviado y
enfurecido arruina las cosechas haciendo llover granizo en pleno verano o
provocando sequías pertinaces, envuelto en un raído abrigo de musgo secular
con veinte cascabeles cosidos a la taleguilla y tapado con un gorro de muérdago
entretejido con hierbabuena, ha acudido atraído por el ruidoso trajín y se ha
repanchingado holgazanamente en la ladera del otero de A Penela con ánimo de fisgonear la tumultuosa escena que se
desarrolla en el pequeño puerto.
Pronto
se le une su vetusto amigo Mogor, el
gnomo de Os Aguiones del
Cabo Ortegal, un duendecillo avispado y arrogante, amigo de alcatraces,
charranes, paíños, archibebes y frailecillos, cormoranes y araos, tan
inconformista cuan revolucionario, que abrigado bajo un tabardo de sombras y
escamoteando siempre la mirada so las alas deshilachadas de una chistera
neblinosa entramada de laureles y sarmientos de vid silvestre, a su pesar se
hace visible en el resplandor nocturno tras treinta relámpagos, cuando se le
puede ver paseando calmoso al pie de higueras y madroños con las manos en la
faltriquera puesto que solamente con el clarear del alba recupera su
invisibilidad, y entretanto está obligado por los arcanos a ser generoso con
cuantos lo ven; aprovecha las entradas en la rías de los barcos de cabotaje
llegados de arribada, cuando se topan de proa con temporales y no pueden rebasar
las puntas, para confundir a los navegantes atrayéndolos hacia sí para
facilitar el robo de los barriles de vino y de otras bebidas alcohólicas que
los tripulantes llevaren a bordo y apropiarse de cuanta pacotilla se le antojare
de las bodegas, pues es un impenitente coleccionista de artículos exóticos
aunque inservibles, si bien luego al influjo de la borrachera siempre se
arrepiente y para remediar sus travesuras facilita la continuidad de la
singladura.
Entre bromas y veras y risas al rebufo de trago y trago, se divierten parloteando con los rodaballos que asientan sus reales en el Lombo Das Navallas y espoleando a las voraces lubinas que, remontando el río al compás de la marea, persiguen y devoran a cuantos incautos se cruzan en su camino; o chismorrean con los salmonetes que afanosamente peinan las arenas con sus barbillones inquietos, y hasta conversan con los lenguados que perezosamente se han tumbado en el Playazo de Salgueira; coquinas y almejas, calamares y centollas, ostras y longueirones, reos y doradas, nécoras y caracolas, pastinacas y jibias, camarones y barbadas, mújiles y chaparelas, escarapotes y alfóndigas, sollas y sábalos venidos desde todos los confines de la ría han pactado una tregua en sus correrías y se añaden a la tan intrascendente cuan sorprendente cháchara.
Impulsándose
desde el monte Cornería a la Pena
Do Galo y de ahí a la cima del Pico
Da Vella, en la orilla opuesta comparece Morgallón,
el trasgo mouro de Zoñán, del que
algunos dicen que oculta bajo su manto el cetro mágico de Maeloc,
el de la piedra azul que absorbe la luz y la guarda en su interior; se encarga
de proteger los dólmenes del Cadramón
y los túmulos funerarios del Xistral,
así como de velar por los montaraces bosques
de coníferas y frondosas, figura emblemática de cuantos espectros cuidan de
sotos y arboledas y portavoz de los que residen en las oquedades; paladín de
mochuelos, murciélagos, chotacabras, lechuzas, búhos, cárabos y autillos,
arropado bajo una estrafalaria levita descolorida por el paso de las eras,
revestido de brezos y cubierto con un estrambótico morrión de boj con
helechos, tan parco de palabras cuanto charlatanes los anteriores; se dice que
es muy susceptible y contrariado se inventa cuarenta obstáculos insospechados
pudiendo causar malentendidos de toda clase, confundiendo y dificultando
enormemente la existencia de las personas.
Con
él se ha reunido su viejo colega Runo,
el sabio genio regordete que habita en los rabiones de la Serra de A Faladoira, un simpático personaje afable de natural tan
flemático cuan escéptico, custodio de los antiquísimos pergaminos que rigen
los códigos morales y guardián de ollas repletas de monedas de oro que se
vuelven pedruscos malolientes al ser tocadas indebidamente; en simultáneo es un
denodado hostigador de intolerancias y extremismos, árbitro de equidades y juez
de paz en el prolijo equilibrio de la naturaleza; los cincuenta remiendos de su
desgastada librea esconden otros tantos secretos inconfesables, y su sombrero de
fieltro adornado con ristras de modestas flores campestres engarzadas por medio
de espinos albares encubre la retorta donde se maceran pensamientos alquímicos;
heraldo y abanderado de salamandras, mantis, lagartos, culebras, arañas, galápagos
y mariposas, cuentan que recompensa con medio siglo de buena suerte las dádivas
que, sin pedirlas, recibe de quienes tienen la fortuna de cruzarse con él.
Recostados
ambos en las pendientes del monte Atalaya,
sobre las copas de los sauces que conforman un pequeño bosquete residual, pues
son alérgicos a los eucaliptos, mirando al oeste cruzan apuestas imaginarias
acerca del lugar donde los buceadores se disponen a sumergirse.
El
animoso cuarteto platica amigablemente hablando en un lenguaje inaudible aunque
comprensible por todos los seres salvo los humanos, pues aunque políglotas
prefieren pasar desapercibidos; unos y otros alargan inauditamente los brazos
varias leguas para compartir las botellas de augardente
que pasan de mano en mano, cuando alguno no desaparece instantáneamente dando
saltos de muchos kilómetros, cual pulgas marinas entre el arribazón de algazos
sobre las playas, brincando desde su respectivo apostadero hasta las cornisas de
la localidad para observar de cerca el para ellos sorprendente material de
buceo, puesto que los cuatro pueden hacerlo recorriendo mares, tierras y cielos,
sin más aditamento que su propia voluntad, toda vez que eso es algo que a los
de su especie les es permitido, pero, claro, al ser de entidad mágica nadie es
capaz de verlos ni de percatarse de su presencia, privilegio de duendes.
La
sosegada calma de mediada la mañana es rota por un estentóreo vozarrón: “¿estamos
ya todos listos?... ¡coño, a ver si vamos embarcando y largando
amarras!... que a este paso se nos va
la marea y todavía seguimos dándole al palique, que
ya son horas y hay que estar de vuelta para almorzar”; “¡Joder,
che, te
empiezas a parecer a mi jefe!”, le espeta alguien mientras desde una banda
se oyen abucheos y silbidos y aprobaciones y aplausos desde la opuesta; otro le
responde con un lacónico “ya está el
aguafiestas jodiendo la marrana”, y esotro añade: “¿nadie te ha dicho que estás más guapo con la boca cerrada?, ¡bocazas,
que eres un bocazas!”; “¡venga
ya, que como se os enteren las
parientas os van a poner más tiesos que el palo de una escoba!”, contesta
el aludido; “e logo ¿no
lo dirás por pura envidia?, que la
tuya está ya como el mango de un paraguas ¿nonsí?”,
aduce uno de los gallegos más socarrones, y para más inri uno de los astures
agrega: “¡qué ye, oh!, ¿es que ya se te ha
olvidado la última vez que te dejaron mojar el pizarrín y ahora tenemos
nosotros que pagar el mosqueo?”; otro interviene al punto: “¡déjalo tío!, ¿no ves que a
ese carcamal ya no se le empina?”, y el balear remacha la broma con un “es
que a algunos ya no se le levanta ni con un tractel”; fingiéndose
ofendido el cuestionado rebate las acusaciones: “¿lo
decís por experiencia propia?, porque
lo que es a mí no me hacen falta las pastillitas para cumplir, que
todavía se me pone la polla como una olla, y
no como otros que mucho presumen pero al final humo”, haciendo un gesto
obsceno con el antebrazo sobre el bajo vientre; “¡malaje, mala lengua te rasque
la boca!… para una vez que los
guajines pillan buen rollito tienes que venir echando pestes”; “es que éste pringao es como el perro del hortelano de mi pueblo”,
rezonga el compinche, al hilo de lo cual indefectiblemente se redoblan las
pitadas y las rechiflas.
Entretanto,
visto el cariz que van tomando los acontecimientos, la voluntariosa hija de uno
de los presentes, mitad azorada y mitad incomodada por tanto decibelio suelto
que hace volver la cabeza incluso a quienes nada tienen que ver con el grupo,
intenta poner orden en el desbarajuste reinante terciando en la tanda de pullas
y aclamaciones entreveradas con carcajadas: “¿y
porqué no os dejáis todos de chorradas y groserías y nos ponemos a lo que
hemos venido?”; “¡esso, esso,
bien disho, bonita , si
ess que son como críos!; parese
mentira que a ehtas arturas todavía argunos sigan con esass”, afirma con
brío el más joven de los sureños; ”como
se nota que te controlan de cerca, quillo;
¡claro, así cualquiera!...
que si no te tienen a pan y agua hasta que
te vuelvas a Cádiz!”, argumenta uno y otro corrobora: “¡pues
mira que formalito se nos ha vuelto éste!... ya
me hubiera gustado verle así en otros sitios ¿eh?;
¡anda, que si yo contara el cachondeo que se traía entre manos el santurrón
éste cuando andábamos por Ghana ¿eh?,
¿o es que ya se te ha olvidado?”;
haciéndose el ofendido refuta las supuestas acusaciones con un “ssí,
pero a mí ya me entró la formalidá,
no como siertos desserebrados que siguen
ancladoss en sus neurass como si todavía fueran shavaless”; al cabo las
discrepancias concluyen conminando a los reticentes con un imperativo: “¡a
ver, oh!, si queréis seguir rajando que se vengan también o quedaros vosotros en
tierra, pero vámonos yendo”, la
que truena es la voz del gijonés que patronea la mayor de las embarcaciones
concentradas en la pequeña ensenada. De trasfondo de la perorata se escucha a
buen volumen “Eyes in the sky”,
canción de Alan Parson Project.
Y
así, entre chanzas y chirigotas, réplicas y contrarréplicas, so tamaño exhorto el par de remolones, un yayo canario y otro
euskaldun que por gajes del oficio se desenvuelven con soltura en inglés y
departen con dos atractivas turistas alemanas, se apresta a alistarse, si bien
llevándose consigo a las jóvenes invitadas; algunos de los requeridos van
abandonando la terraza de la cantina y encaminándose hacia el pantalán; los
hay que bajan la rampa con lentitud y embarcan parsimoniosamente, mientras otros
en fin atraviesan la playa dirigiéndose a la orilla y entran en el agua para
encaramarse a las neumáticas; es en una de ellas varada en la arena donde se
sube el aún entumecido y ligeramente encorvado aunque satisfecho e
independiente Txo.
Poco
después, en un campechano ambiente de sana camaradería, comandados por la
mayor de las lanchas y secundada por el resto, una a una levan anclas y zarpan
rumbo a la zona elegida; la corta travesía se realiza en unos minutos,
solamente las dos embarcaciones de motor intraborda tardan un poco más en
arribar pero al cabo salen de la bocana, viran una cuarta y media a babor,
navegan media milla más y fondean de nuevo próxima la repunta de marea, cuidándose
muy mucho de que las anclas no garreen al bornear con el reflujo de la bajamar
por mor de evitar colisiones accidentales entre sí o contra las rocas, en las
inmediaciones del Calexón de fora,
donde las aguas hoy bastante cristalinas, con una visibilidad cercana a los
quince metros fuere por la calma de la pleamar que hoy se enseñorea del litoral
salvo en las rompientes a pie de acantilado o por la ausencia de corrientes, y
la relativamente escasa profundidad de la zona elegida, alrededor de veinte
metros a sotavento de la isleta, permiten una inmersión sin grandes riesgos y
con garantías de pasar un buen rato. Izadas las banderas de buceo
reglamentarias dan comienzo las faenas de preparación.
Enfundado
en un vanguardista modelo de traje de neopreno forrado interiormente de titanio,
el flamante estado del equipo denota su estreno expreso para la tan señalada
ocasión: una concesión a la modernidad es el haber aceptado un chaquetón semi
abierto con cremallera estanca. Sólo el cómodo jacket donde se ajusta la
monobotella de dieciocho litros cargada a doscientos cincuenta bares es de nueva
generación, pues el sempiterno equipo de superficie, compuesto por las aletas
Beuchat Jetfin, perfectamente conservadas durante treinta años, las gafas,
misma marca y modelo Tetis coetáneo de aquellas, y un escapulario de lastre,
igualmente rescatado del olvido, así como el regulador Poseidón Cyklon, al que
únicamente se la han substituido la agrietada membrana de goma por una de
silicona y una embocadura de idéntico material, son tal vez anacronismos entre tanta inauguración, para la que asimismo se ha
dispuesto un torpedo eléctrico por si los impedimentos, tal que los esporádicos
e imprevisibles calambres a resultas del cortocircuito medular y la todavía
poco conexa respuesta muscular.
A
la antigua usanza, dejándose caer de espaldas desde el balón, aboyado verifica
por inveterada rutina el correcto funcionamiento del equipo, pone a punto el
cronómetro del reloj aunque la inmersión haya sido programada para no entrar
bajo ningún concepto en tiempos de descompresión, desinfla el jacket y,
rodeado por el resto de buceadores según han convenido, comienza a bajar por el
cabo del rizón, lo que no tiene mayor enjundia que el suave mecerse entre aguas
aunque conlleva aparejadas un buen número de sensaciones contradictorias, que
pronto ceden paso a una multitudinaria evocación de recuerdos y comparaciones.
Decir que el nuevo traje nada tiene que ver con las sensaciones de frío de antaño,
pues se pega al cuerpo como una segunda piel sin dejar embolsamientos y dando
lugar a una confortable impresión de calidez que apenas tiene nada que ver con
lo dictado por la memoria: tan abismal es la diferencia; se dice que, habida
cuenta de los enormes avances en la tecnología desarrollada en los últimos años,
algo que en tiempos pasados resultaba poco menos que impensable, el empleo de
los avanzados métodos y equipamientos permite una comodidad antes
desconocida. Idéntica conclusión puede ser aplicada al jacket, que ajusta
perfectamente la botella a la espalda, sin ni siquiera echar de menos la otrora
imprescindible cincha cojonera. Más de lo mismo podría decirse del regulador,
cuya suavidad de funcionamiento es ahora notoria respondiendo instantáneamente
al menor esfuerzo respiratorio, y de la excelente calidad del aire respirado.
La
jornada de buceo comienza por una visualización general del suelo rocoso en
derredor, poblado de lapas, balanos, mejillones, anémonas, gorgonias… cuando
al son del chapoteo de las zambullidas y de las burbujas un pequeño cardumen de
caballas gregarias se aleja presuroso hacia las escarpaduras de Maeda
mientras un pulpo se escabulle sigiloso por las regañas, jureles hay que aún
sin ser vistos se alejan hacia altamar en tanto que un pinto de buen tamaño se
esconde en las entrañas agrietadas del suelo; algunas precavidas agujas se
mantienen prudentemente retiradas y las julias no osan traspasar los límites de
seguridad respecto al grupo de intrusos, varias doncellas multicolores
desaparecen hacia aguas más profundas y un par de maragotas tan asustadizas
cuan precavidas se cobijan entre los altos tallos de las laminarias… pero así
que posa los pies en el sustrato marino, a apenas ocho metros de profundidad
donde no hay “borrachera de las profundidades” si bien la “euforia del
descenso” resulta cuasi equiparable en intensidad emotiva, el reencuentro con
la inmersión es como el regreso a casa después de un viaje interminable, la
vuelta al seno fetal, útero ubérrimo donde mana cuanta vida es; el cara a cara
con lo más añorado, la fusión en abrazo entrañable con un hermano de sangre
extraviado años ha… en suma, un reencontrarse consigo mismo y con su vocación.
Llegado
a la ingravidez tridimensional del fondo desaparece el temor a perder el
equilibrio y caer, aunque compañeros hay que no parecen tan seguros de las
mermadas facultades físicas del hijo pródigo; no obstante lo convenido
previamente no es fácil mantener la formación entre gentes tan escasamente
disciplinadas e independientes, de modo que a los pocos minutos, una vez
verificado que las secuelas terrestres de Txo
no representan una mayor merma en la natación y refrendada la nunca olvidada
confianza en el agua, el grupo se disgrega en todas direcciones; unos se
entretienen observando las agrupaciones de algas que crecen sobre los paredones
pétreos; otros se retrasan revisando las grietas en busca de quien sabe qué
especimenes comestibles en crudo; aquellos se dispersan hacia las sinclinales de
fuera por el puro y simple placer de contemplar sitios nuevos, esotros se
desperdigan hacia las piñas de percebes que medran cerca de la superficie; los
hay que se alejan hacia las honduras por comprobar la posible existencia de
restos de pecios… y solamente varios de su quinta, conocedores de la zona por
habituales, junto a las féminas que participan, continúan acompañando el
levemente renqueante aleteo del retornado a la actividad.
En
determinado instante Txo, entre el
claroscuro de los rayos solares que penetran centelleantes en las aguas azul
turquesa, advierte la existencia de una espaciosa oquedad al otro lado de la
restinga, y sabedor de que en tales lugares es habitual la concentración de
robalizas y sargos de muy generosas dimensiones, y en ocasiones de algún que
otro congrio o de lubrigantes, al atisbarla con claridad un enigmático impulso
lo impele a acercarse por la vertical del murallón, en un visceral afán por
curiosear dentro de la cueva.
Siguiendo
viejas tácticas de pesca submarina nada despacio y conteniendo la respiración
pues el burbujeo asusta a la mayoría de los peces; avanza pegado a la pendiente
hasta asomarse por la parte superior, en posición invertida para no espantar
los posibles ejemplares refugiados en el interior, cuando un fugaz y ambiguo
destello procedente de un recoveco en lo más hondo llama poderosamente su
atención; acaso pudiera tratarse de una ilusión óptica producto únicamente
de su imaginación, o tal vez de una titilación procedente de alguna rendija
recóndita, o quizás de la refracción reverberante que entrara por una segunda
apertura, o de una iridiscencia debida a alguna extraña fosforescencia
desconocida… pero también del breve reflejo de escamas plateadas, por lo que
sobre la marcha decide echar un vistazo; se introduce en la cavidad sin observar
nada extraño hasta que repara en un recodo oculto tras las piedras desprendidas
del techo, por lo que se adentra de cuerpo entero para comprobar con pasmo el
extraordinario suceso que allí se desarrolla: el trío femenino, Maruxaina,
Xana y Xancia, atraídas por no se sabe qué razón, tal vez sirviéndose
de los buenos oficios del proverbial personaje hermenéutico ha aprovechado la
efemérides para hacer las paces, poniendo punto final a tantísimos eones de
enfado e incomunicación mitológicas, de modo que han formado un corro con Abelurio,
Mogor, Morgallón y Runo,
y el septeto cogido de la mano bota y rebota bailando una frenética danza
ritual de reconciliación.
Al término de la inmersión de regreso a puerto a lo lejos Pataquiña, el viejo marinero jubilado asaz conocido por su insaciable afición al vino, se tambalea entre nasas mientras canturrea entre dientes aquello de: “non erres, meu / coa cor do señuelo / que o máis sabroso bocado / pódeche ocultar o anzuelo”. De vuelta al faro por la radio del coche subiendo la cuesta se escucha lo de: “entre penas y alegrías / a veces me paro a pensar / en las vueltas que da la vida / para volver a empezar”.
P. D. En la actualidad se ha reciclado y es un responsable y consecuente ecologista practicante, concienciado y preocupado por el actual estado de las masas de agua en el planeta, y por ende apasionado de cuantos organismos sésiles pueblan los fondos marinos, si bien se decanta por una clara preferencia hacia los corales, toda clase de corales, incluyendo los de los modelos virtuales de arrecifes artificiales que tan concienzudamente formulan para la aplicación de programas informáticos de predicción de rendimientos, pese a que el salón principal de su casa siga estando presidido por una hermosa matita de coral rojo, de formas tan caprichosas cuan retorcidas: se trata de aquella junto a la que dejó la linterna para marcarla y subirla consigo íntegramente en mano para no estropearle las puntas, y que durante su periplo hospitalario, salvo en las UVI por cuestiones de asepsia y algo relacionado con hipotéticos gérmenes patógenos, le acompañó hasta el presente durante toda la peripecia.
Autor: José Ignacio Navas Sobrino