Relato de  José Ignacio Navas Sobrino

 

 

CORAL ROJO. 2ª parte. 

 


            Tras la repentina boda y una luna de miel de solamente una semana, sin la sociedad legalmente constituida por retrasos varios, ha regresado a Al-hoçeima, comprobando con desagrado que desde su partida las capturas se han estancado en poco más de la mitad de los kilos otrora diarios, cuando no se han reducido, lo que tampoco constituye una sorpresa mayúscula puesto que en su ausencia los compañeros se han limitado a repelar las crestas de la parte de tierra, muy castigadas por la decena de barcos italianos y otros cuatro más españoles que a la sazón operan en la zona, sin asomarse al talud; y que entretanto el absentismo, so la excusa del mal tiempo, de ligeras indisposiciones, de… está por encima de los días trabajados. 

            Dos meses después, y con la firma societaria aún pendiente, las prospecciones iniciales han  desembocado en una frenética actividad extractora. Mediado agosto las condiciones climáticas son excepcionalmente buenas: fenomenal día calmo, la mar teñida de un índigo difícil de describir, calma chicha en superficie, corrientes inusualmente débiles en inmersión, visibilidad magnífica… todo invita a superar si fuera posible las profundidades anteriores y explorar el fondo más allá de los límites buceados. “Una de dos, o cargamos o volvemos de capote pero hoy vamos a olvidarnos de la banda de tierra y a probar por fuerasondaremos estos bajos a ver qué encontramos, que la carta marca fondos irregulares pero es poco fiable en las cotas”, dice el jefe del equipo de buceo al patrón señalando unas irregularidades impresas en la carta náutica; los demás asienten aunque sin mucho entusiasmo. 

            En principio la suerte parece estar de su lado. La sonda registra altibajos y se inicia la búsqueda de las cumbres submarinas más altas zigzagueando entre comentarios alterados: “¡mira!, ese bajío sube hasta treinta brazasy sigue subiendo más todavía… ¡oye!, esto parece un sitio cojonudo”, discurren alborozados los más jóvenes; “¡venga, no se hable más, vamos a probar!, ¿eh, Txo?”, se atreve a plantear uno de ellos y por unanimidad se acepta la iniciativa. “La guindola a dieciocho metros, por si acaso”, espeta finalmente antes de sortear los turnos. 

            Llegado el suyo pica con un suave golpe de riñones e inicia el descenso compensando los tímpanos con sucesivas degluciones de saliva. Entre volátiles mariposas amarillas, que hoy ocupan el lugar de los jumbos rosados, persiguiendo las diminutas burbujas que forman una disciplinada columna de esferitas blancas, y una voluptuosa sensación de poderío, la primera toma de contacto con el fondo es deliberadamente a casi sesenta metros. 

            Al dirigir el chorro de luz hacia las hondonadas que se abren entre las cimas de un fondo resquebrajado y abrupto, los cantos de las tanas más hondas se iluminan con el llamativo escarlata de corales como nunca antes viera, y el asombro precede a la ambición: allá abajo se aprecian ramas tan gruesas como el mango de la piqueta, y en su cabeza estalla con fuerza un pensamiento mítico en la profesión: ¡coral de camafeo! No ha lugar a la prudencia, ocasiones así no acostumbran repetirse; deslizándose por una escarpadura el profundímetro marca los setenta, luego aumenta hasta rozar los ochenta, pero las matas más apetecibles son aquellas que están aún tres o cuatro metros por debajo, y para allegarse hasta ellas sabe disponer de un máximo de diez minutos; tampoco ha lugar a la indecisión, que el tiempo pasa muy rápidamente, y propulsándose con un suave y cadencioso aleteo planea sobre la pared extraplomada descendiendo hasta posarse entre las mayores. Como la inmersión ha sido programada para veinte, las de más arriba quedan para los últimos diez minutos, se dice mientras se aplica a  recolectar las que sobresalen entre las sobresalientes. 

            Piquetazo tras piquetazo las cornisas de las grietas van entregando su riqueza secular; ora penetrando en una angosta cueva, ora rapelando por los bordes de un tajo vertical, otrora reptando a la inversa por el techo de una concavidad, antes del plazo fijado lleva izadas dos bolsas atiborradas, la tercera está casi a punto y la cuarta se la reserva para ir seleccionando ejemplares específicos aprovechando para iniciar el ascenso. Y en efecto, siendo de primerísima calidad, el resultado no puede ser más que sumamente lucrativo, cavila felicitándose mientras infla el último globo y observa como parsimoniosamente se eleva camino de la superficie; solamente han transcurrido dieciséis minutos. 

            Entonces ocurre lo imprevisible; un pequeño e inadvertido golpe en la grifería al entrar rozando en alguno de los resquicios ha ocasionado una fuga por la frisa del regulador de reserva y el aire se ha agotado incluida la reserva; no hay más opción que el escape libre. Tentado está por desabrochar la hebilla de zafado rápido y deshacerse del autofabricado cinturón de lastre, pero por la razón que fuere, lo cierto es que renuncia a perder tan apreciado elemento y, no contento con eso, tal vez por deformidad profesional, desde los sesenta y dos metros a que se encuentra aún desciende un par de ellos más a recoger la carísima linterna halógena, comprada expresamente para la ocasión, junto a una mata de coral seleccionada en especial por sus caprichosas y retorcidas formas, y después, con todo el equipo a cuestas, inicia el ascenso sin demasiada premura. Si bien la diferencia de presión relativa es escasa desde el fondo hasta pasados los cuarenta metros, principiar a gran velocidad supone que al llegar a las profundidades críticas, las comprendidas entre la decena de metros y la superficie, la aceleración debida a la arrancada podría provocar un estallido pulmonar, de manera que calmosamente estira la cabeza para liberar la glotis de presiones mirando hacia las burbujas y silbando para desprenderse del exceso de volumen de aire en los pulmones se impulsa acompasado a palada de aleta. 

            Al emprender la subida desde el fondo durante la mitad del trayecto la única preocupación es la de no superar la velocidad de las burbujas, sin que nada altere la flema del escape libre según las normas en que fue entrenado; rondando los cuarenta la expansión del burbujeo crea un magnífico espectáculo de esferas danzarinas pero la situación no está para entretenimientos vanales; ralentizando voluntariamente la celeridad de la ascensión, hacia los treinta y cinco la superficie se adivina difusa en lo alto entre reflejos de luces lejanas y sombras espectrales; en llegando a los treinta aparece una sensación de ahogo que aún no es excesivamente apremiante y se controla con un esfuerzo de voluntad. 

Rebasada esa profundidad tira de la rabiza del botellín de gas, pues el prestado chaleco hidrostático que hoy usa está cargado con anhídrido carbónico, debido a lo cual no resulta útil salvo para la flotabilidad, con tal mala fortuna que el manguito de conexión entre cápsula y válvula falla provocando que dos terceras partes del gas se escape sin llegar a llenar el saco, si bien se hincha levemente por lo que por mera precaución sujeta en alto la espita de vaciado. 

En veintitantos metros la tensión nerviosa incrementa las ansias de respirar, que se hacen prácticamente insoportables, y a veintipocos, cuando los segundos parecen detenerse y las distancias alargarse desmesuradamente, la sensación de ahogo comienza a volverse acuciante; apenas superados los veinte el apremiante reflejo respiratorio es agobiantemente perentorio y cada aletada semeja perderse en el vacío sin impulsarlo hacia la ansiada salvación: no ya un amago de pánico, que también, si no una verdadera acometida de angustia es lo que se apodera del ánimo pues la superficie parece no poder ser alcanzada nunca, y es que el miedo, un atroz miedo sobrehumano, deforma el buen criterio profesional ofuscando la realidad. Pero es sobrepasados los diez cuando sin previo aviso, de forma repentina aparecen los mareos, la vista se obnubila y de inmediato un amago de desvanecimiento hace que casi pierda la cosciencia, recuperada en un supremo empeño de tenacidad aguzada por el instinto básico de supervivencia ante la crítica situación, entre una nebulosa de sensaciones indescriptibles no exentas de puntuales lagunas de amnesia. 

            No obstante, entre vahídos a causa de la incipiente anoxia y restablecimientos provocados por el afán de seguir viviendo, aunque de los últimos metros no exista el menor recuerdo, la flotabilidad positiva del chaleco hidrostático, la del traje de neopreno y la del bibotella vacío junto con la débil presencia de corrientes y la inercia del ascenso lo empujan hasta la superficie, donde la brisa y los rociones en el rostro le despejan. “Dame un equipo de reserva y avisa de que estoy atacado”, grita sin  muchas consideraciones al ayudante de buceo, quien se acerca en la neumática dando saltos sobre los borreguitos que se han levantado en superficie, mientras una intensísima sensación de quemazón parece abrasarle las piernas como si se las achicharraran con un soplete. En menos que se dice, sin entretenerse en colgarse el equipo a la espalda, lo sujeta con una mano por la grifería, muerde los tetones del regulador y baja hasta una profundidad segura, en la que de nuevo recupera por completo todas sus facultades físicas y permanece a la espera mientras es remolcado hasta los arneses. 

            Entretanto y para mayor adversidad, a mayor abundamiento del tiempo que ha enfoscado visiblemente, pues a la sazón una molesta marejadilla repentina corre por la mar, cuya transparencia ha sido substituida por una turbiedad poco tranquilizadora, siendo la previsión para las próximas cuarenta y ocho horas la de ir en aumento a marejada de poniente donde las ponentadas son la peor noticia, y de la presumible hipotermia, habida cuenta de la existencia de aguas frías en la zona, por si no fuera suficiente un grupo de tintoreras que ha estado presente durante toda la inmersión remoloneando alrededor del barco se sigue dejando ver en las inmediaciones, haciéndole recordar que uno de aquellos esbeltos escualos azules había atacado el timón del llaud en que coraleaba en Formentor, dejando dientes clavados en la pala de madera, de modo que sin jaula antitiburones y dado que en el mejor de los casos la descompresión conllevará un mínimo de veinticuatro horas, es decir, pasando la noche a remojo, en cuanto los compañeros le avisen ha decidido subir a superficie y someterse al tratamiento en una cámara hiperbárica portátil que uno de los barcos italianos ha traído consigo, lo que comunica por escrito al resto del equipo para que le tengan al corriente del curso de las maniobras de salvamento en superficie. 

            Rápidamente, con el motor fueraborda de la neumática a tope de revoluciones, es alertada la flotilla que, manteniéndose cerca de la costa, ha levado anclas y se apresta a regresar a puerto; respondiendo a la petición de socorro los lanchones orzan de súbito y arrumban en dirección al que la emite. “Tenemos un accidentado, necesita un tratamiento de descompresióny rápido”; en pocos instantes se intercambia la noticia de borda a borda y corre de boca en boca. Chapurreado en un castellano primitivo desde una de las embarcaciones italianas se escucha: “nosotros habemos una mas hay que acoplarle una batería de suministro”.   

            Pero tal parece que ese día hay una confabulación de hados en su contra por cuanto que la cámara, unipersonal del tipo que por entonces se conoce como “cartucho”, “cápsula”, o más expresivamente “ataúd”, arrinconada y sin  el menor mantenimiento por innecesaria durante muchos meses, presenta un estado de conservación asaz lamentable habiendo recibido un fuerte porrazo durante las labores de preparación, lo que motiva que, en pleno tratamiento, al aumentar y mantener la presión interna la estanqueidad se malogre al presentarse un silabeante pérdida por una grieta en la base de la válvula de exhaustación, de manera que, mediando una reparación de fortuna disponiendo alrededor un torniquete provisional a modo de abrazadera para evitar males mayores, ha de interrumpirse momentáneamente acometiendo otro de emergencia para casos más leves, puesto que el riesgo de que el cilindro se despresurice súbita e irremediablemente, ocasionando la muerte de quien estuviere dentro, obliga a improvisar tamaña maniobra de urgencia, y cuanto más rápido mejor. 

Para ello hay que recurrir al único soldador del pueblo, que vive al otro extremo de la bahía, a apenas unos pocos kilómetros pero, dada la estrechez de la revirada vereda por el cauce seco de una antigua torrentera, y las irregularidades del deteriorado pavimento de tierra y cantos rodados, abundando baches y desprendimientos, se tarda entre quince minutos y media hora según el tráfico de rebaños, carretas, peatones y otros imprevistos se encuentren en el recorrido, y además hay que localizarlo, lo cual no resulta sencillo en una región sin telefonía ni otro tipo de comunicaciones radioeléctricas y distando varios kilómetros entre cábila y cábila, lo cual supone que Txo quede durante unas horas expuesto a la presión ambiente. 

Es entonces cuando reaparece la intensísima sensación de quemazón que parece calcinarle las piernas si bien unas veces, con el transcurrir de las horas, cede paso a una relajación medianamente placentera, dadas las circunstancias, y en ocasiones se transforma en una fuerte impresión de cosquilleo tan llevadera cuan peligrosa: el hormigueo oculta la gravedad de las lesiones que se están produciendo en su interior, fuere en órganos o en la médula espinal. 

Y es en semejante lance cuando asimismo es trasladado en una zodiac hasta el Peñón de Alhucemas, que es territorio español a tiro de piedra del marroquí, al que debe ser transportado en parihuelas puesto que las piernas han dejado de funcionar; allí se ubica una base militar española, cuyas instalaciones copan la totalidad del espacio disponible a excepción de un pequeño patio de armas, donde por medio de su sistema de transmisiones de radio es reclamada la ayuda necesaria para su vuelta a la península ibérica, y donde el ayudante técnico sanitario no puede hacer otras cosa que certificar la gravedad de las lesiones y recomendar encarecidamente a las autoridades correspondientes su inmediata repatriación. 

            Al ocaso, de vuelta al continente africano, ya reparada la fisura y operativa de nuevo la cámara, se reanuda el primero de los tratamientos pero para entonces la sensibilidad táctil y postural de las extremidades inferiores ha desaparecido por completo, cual si le hubiera sido amputado medio cuerpo, y una grosera sensación de embotamiento comienza a adueñarse del espíritu del accidentado. 

            Otrosí el traslado a la península es toda una odisea. En primer lugar ha de ser localizado un helicóptero lo suficiente potente como para desplazar todo el conjunto de acero, que aunque pequeño de volumen presenta un gran peso, cuyas gestiones llevan varias horas. Luego el aterrizaje deviene problemático por cuanto que en el peñón de Alhucemas no es materialmente posible, y son varias más las horas que se tarda en ponerse en contacto con las autoridades locales, informarles de la gravedad del asunto y finalmente recabar y recibir su autorización para que el aparato tome tierra en la única superficie apta, que no es otra que la plaza de la base militar alauita existente. 

Y después el propio vuelo a través del Estrecho de Gibraltar, bordeando la isla de Alborán, que para no correr riesgos añadidos se cuestiona a baja altitud para no mermar la presión diferencial en el interior del “puro”, como también se le denomina a la cámara, hasta la llegada al complejo hiperbárico del Centro de Buceo de la Armada, en Cartagena. Durante el periplo aéreo, sometido a la sobrepresión, el sonido del motor y de las aspas del aparato parece traspasar incrementado las paredes del cartucho y resuena reverberante justo en el centro de su cabeza; además por algún curioso fenómeno resulta que asimismo escucha con nitidez las conversaciones de los pilotos, de los mecánicos de vuelo, del médico y otro personal que lo acompaña, de manera que se entera de la gravedad de su estado por una frase lapidaria: “si tiene que morirse que se muera pero al menos mejor en España”. 

Bordeando los montes de La Algameca para tomar tierra en la explanada le comunican que, a manera de comité de recepción, le esperan un buen número de reporteros de prensa, radio y televisión, ávidos por informar en primicia a la opinión pública sobre la peripecia del buceador profesional civil accidentado en Marruecos, singular titular de la noticia, que no obstante presenta algunas inexactitudes propias del colectivo periodista. 

            En el C.B.A. le es aplicado el tratamiento de descompresión más largo y meticuloso de cuantos se conocen pero sin resultados: ingresado en la enfermería del centro durante algunos días ha de ser llevado en camilla. Así pues vista la nulidad de mejoría, por recomendación de médicos especialistas del propio C.B.A. se decide su traslado al Hospital Hiperbárico para ser sometido a un tratamiento hiperbárico con oxígeno puro, do al cabo de varios jornadas el grave diagnóstico de la hasta entonces  medianamente contenida sobreexpansión pulmonar deriva en gravísimo a causa de un neumotórax seguido de un enfisema, complicado con una embolia de aire traumática, acaso provocada mismamente por el supuesto remedio a que ha sido en este hospital, a resultas de lo cual la situación se agrava todavía más con una  tromboflebitis generalizada, de modo y manera que ha de ser llevado al hospital del Rosell, y de ahí, aduciendo falta de medios para tratar una problemática clínica tan compleja, en unas pocas horas entra por la puerta de urgencias y sale de nuevo derivado al de La Arrixaca, todo ello acompañado de una severa parálisis abdominal consecuente a la sobreexpansión estomacal e intestinal. 

            Con una celeridad impropia del estamento médico y sin previo aviso se presenta en la reducida habitación un tropel de alumnos capitaneados por un doctor, rodeando la cama donde yace el accidentado. Una voluntariosa enfermera se sienta a horcajadas delante de él dándole la espalda, sendos celadores lo levantan apostándolo contra la espalda de la mujer y con los brazos proyectados hacia delante, y al cabo una aparatosa aguja es introducida entre las costillas para drenar el encharcamiento pulmonar, extrayendo cerca de medio litro de líquido serohematomático: el intenso dolor lo sume en un letargo lindante con la inconsciencia. El último recuerdo antes del postrero desmayo es la de la voz del galeno interventor explicando a la concurrencia mientras se retiran: “da gusto acertar; a este hombre le acabo de salvar la vida”. 

So la imposibilidad de atenderlo debidamente en los hospitales murcianos, entubado como una caldera por brazos y antebrazos, medicamentación directa a las venas, drenaje intercostal, sonda gástrica… la prudencia, si no la dejación de responsabilidades echando balones fuera, aconseja desplazarlo hasta un centro hospitalario especializado de la capital del estado, si bien el viaje puede tildarse de cualquier cosa excepto de rutinario o tranquilo, puesto que el ATS que debe acompañarlo en la ambulancia durante el largo trayecto presenta una visible ebriedad, ha olvidado los medicamentos prescritos, entre otra la indispensable heparina sódica, y sin poder evitarlo se duerme recostado contra la camilla, de manera que, recorridos más de cien kilómetros, desde Alcantarilla han de regresar al punto de partida para cambiar al enfermero y reemprender la marcha. 

            Es entonces cuando, en un arranque metafísico o de paranormalidad, que ciertos estudios clínicos atribuyen a la falta de oxígeno en el cerebro, se ve a sí mismo sobrevolando ingrávido la ambulancia desde una altura no demasiado grande, y, después de visualizar en fugaces instantes y velocísimamente, pero con inaudita precisión y vivísima claridad, todas sus peripecias vitales al completo, ocurre el extraordinario episodio de los agujeros de luz, que algunos llaman viaje astral. Sobre un fondo azul oscurísimo, cuasi negro cual noche profunda sin luna, aparecen puntos luminosos a manera de estrellas en un firmamento infinito; algo magnético lo atrae hasta sus inmediaciones, donde aprecia que en realidad se trata de misteriosos embudos de luz cada vez más fuerte a medida que se adentra en el túnel lumínico, que no obstante y extrañamente no deslumbra si no que entre jirones de mística niebla difusa permite vislumbrar como algunos entes que se encuentran silentes al otro lado del cono lo miran con tanta curiosidad como él mismo los observa: una extraña sensación de quietud absoluta y de infinita tranquilidad, de asombroso sosiego pacífico y estoicismo total, invade su ser, siendo, por alguna extraña suerte de conocimiento innato, perfectamente consciente de que traspasar aquel umbral supondría la muerte. 

Empero es precisamente la visión de su esposa silenciosa,  sumamente cariacontecida y aun compungida, arrebujada en el asiento del copiloto, y un oscuro remordimiento por abandonarla en trance tan crítico, añadido al amor que siente por ella, lo que le impele a regresar al mundo de los vivos. Luego, con una serena sonrisa en la mirada, una modorra invencible hace que dormite oscilando entre consciente e inconsciente y sin mayores novedades llegan a Madrid en el corazón de la noche. 

            El escáner a que es sometido en la unidad de medicina atómica de uno de los mejores hospitales capitalinos muestra que, entre otros daños, la expansión de las burbujas en el interior de la columna vertebral ha seccionado la médula espinal, habiendo perdido por completo la sensibilidad de las piernas, y los problemas internos se multiplican con violentos espasmos neuromusculares; la tromboflebitis no remite y su pulmón izquierdo presenta un cuadro de desgarros francamente preocupante. 

Poco después, visto y comprobado el estancamiento de la evolución clínica, es nuevamente trasladado gestionándose su ingreso por vía de urgencia en el Hospital Nacional de Parapléjicos de la capital manchega, lo que supone el inicio de su particular viaje al infierno. 

Apenas incorporado de la obligada postración en la U.C.I., por precaución durante una cuarentena de fechas, donde fallecen varios pacientes, entre otros Juan el gitano, cuya madre permanentemente enlutada le vaticina que “en tres veces siete” estará recuperado, y tras superar las molestias de la incorporación a la silla de ruedas mediante sesiones de plano inclinado, mismamente en el primer trimestre en que comienza a moverse por los pasillos del hospital acontecen trágicos sucesos. Ante la desesperación que implica el haber perdido las facultades físicas convirtiéndose en míseras ruinas de lo sido, varios lesionados medulares en accidentes de tráfico se embalan por la rampa que conduce al río y en chocando contra la barrera protectora se precipitan al Tajo ahogándose en las fuertes corrientes; hay quien se sube a la azotea y se arroja al vacío cayendo en un patio interior; uno se arranca los testículos traumatizado por no se sabe bien qué causas ignotas, y otro en un descuido de los celadores que lo controlan se saca los ojos de las cuencas… mientras reflexiona sobre cierta conversación pues no en vano el día en que se comprometió con su hoy esposa dejó clara una alternativa: “debes saber que en esta profesión hay un grave riesgo de palmarla en el fondo o de quedar paralítico en una silla de ruedas; en el primer caso está todo dicho pero en el segundoa mí me sería imposible seguir viviendo así”. “Lo sé, lo entiendo y lo acepto, es tu vida”, le fue respondido. 

A pesar de cuanto recuerda, fuere de charlas conyugales pretéritas como del reciente viaje astral, con el paso del tiempo las cosas van a peor si cabe; producto de prácticas de inmovilización forzosa surgen las úlceras dérmicas conocidas como escaras, de muy difícil curación dada la reducción del riego sanguíneo periférico; además aparecen zonas de una hipersensibilidad tan acusada que resulta auténticamente dolorosa, y no solamente tal si no que el menor roce provoca verdaderos episodios de espasmicidad, hasta el punto de que incluso ha de dormir calzado; los trombos sanguíneos y el tratamiento a base de considerables dosis de sintrom exigen una analítica regular cada cuatro horas, lo que al cabo de varias semanas conlleva dificultades en las venas del antebrazo… y  el proceso se presenta arduamente problemático toda vez la detención si no la completa ausencia de mejoras. 

Desmoronado el ánimo so tales acontecimientos, desbordado y abrumado por las adversas circunstancias y aturdido por tamaña impotencia, durante varios meses rumia el pensamiento de suicidarse, analiza con minuciosidad antecedentes y consecuentes de sus actos, medita en conciencia sobre lo que su filosofía de vida le dicta acerca de tal intentona, pero hasta en ese calvario Txo reacciona y demuestra ser de una pasta especial y luego de una charla con su esposa y su mejor amigo, alias “el king”, quienes le telefonean desde Asturias para despedirse, decide renunciar al nembutal, pues a la sazón parece existir en las cercanías del hospital un auténtico mercado negro de analgésicos, barbitúricos y demás substancias potencialmente letales, y al güisqui, el mejor que una enfermera manchega solidarizada con él ha encontrado en el supermercado de su confianza, con que pretende cumplir su afirmación, y, haciendo de tripas corazón en un arranque de coraje, al escuchar por el auricular el lejano ladrido de Barry, su perro terranova, contestado por el de la Chula, su boxer, algo insólito y visceral se revela en su interior y resuelve desistir de tamaña cobardía, que en realidad no es tal si no un verdadero ejercicio de voluntad libre, y resistir contra viento y marea. 

Pasa ingresado los siguientes dos años y medio, durante los cuales su rotundo convencimiento y la afirmación de “volveré a andar, aunque tarde toda la vida” es tomada por el personal hospitalario como un signo de desestabilización psíquica producto del trauma, recomendándosele que se tome las cosas de otra manera, con más calma, que aún es muy joven y que hay otras posibilidades; inclusive alguna psicóloga invoca la religión para estimularle las ganas de seguir viviendo; internistas, rehabilitadores, fisioterapeutas, psiquiatras… unos y otros pretenden atiborrarlo de tranquilizantes que, retenidos en la boca ocultos bajo la lengua y sin tragarlos, son escupidos al inodoro apenas es perdido de vista; con todo cuando es dado de alta, demacrado, con quince kilos menos de peso, ni sombra del que fue, aún necesita de la silla de ruedas para ir de un lado a otro.

 

Autor: José Ignacio Navas Sobrino